5 horas con Mario
Me encuentro hoy como el personaje de Carmen Sotillo en la obra de Miguel Delibes con su marido Mario recién fallecido. Los dos echamos en cara, cada uno a nuestro Mario, deudas que nos ha dejado tras su marcha.
En mi caso le echo en cara que se haya ido, que nos haya dejado huérfanos de padre, de mentor, de amigo, de referente, de consejero. No hay consuelo posible para llenar este vacío. Todavía recuerdo nuestro primer encuentro en el siglo pasado cuando discutíamos sobre el futuro de los periódicos y de la publicidad y de cómo nadie imaginaba todo lo que vendría. Yo lo soñaba, él lo veía. Desde ese momento hicimos una amistad muy especial. No dejábamos que nuestros quehaceres y obligaciones impidiesen que nos viésemos cada cierto tiempo y siguiésemos hablando del futuro. Creo que ésa es la característica principal de nuestra amistad: yo soñaba, él veía. Él me pulía mis sueños, me corregía mis frases y me animaba a seguir soñando. Me hacía sentir importante, cuando el importante era él. Me hacía sentir útil, cuando lo que decía lo filtraba él para que así lo fuese.
Carmen Sotillo reprocha a su marido Mario en las 5 horas que pasa en el velatorio ya a solas con él y le culpa de su desdicha. Le echa en cara su estatus social o sus afinidades políticas y creencias religiosas. Le culpa también de haberle sido infiel, cosa que, durante la obra, se descubre falsa pues la infiel había sido realmente ella.
Yo también le he sido infiel a Mario. Hemos estado coqueteando durante demasiado tiempo con la idea de estar más juntos, de trabajar más juntos, de crear algo juntos pero siempre hemos seguido caminos diferentes. En mis últimas «5 horas con Mario» en mi viaje al retiro de Babia el pasado mes de julio incluso pusimos nombre y apellidos a las criaturas que nacerían de nuestra renovada y futura fidelidad. Ya no podrá ser. Ya no podremos soñar y ver juntos, ya no podré robarte más cafés ni más comidas ni más consejos ni más tiempo juntos.
Babia, Julio 2023
La última vez que lloré por alguien que no fuese familiar directo fue en la misa del funeral de un tío de mi mujer. Su tío Miguel falleció de cáncer dejando en el mundo a sus 4 hijos y a Pepa, su mujer. Era una de las personas más buenas que he conocido en mi vida. El sacerdote, amigo íntimo de Miguel, durante la ceremonia en una iglesia abarrotada en su Santander natal, gritaba a su Dios que era injusto que se llevase a Miguel tan pronto. Le imploraba que le diese una explicación a algo inexplicable. Le espetaba que no le entendía, que no tenía la autoridad para reprocharle nada ni para criticarle pero que no le podía pedir que lo entendiese, porque no entendía que se llevase a su amigo Miguel, con todo lo bueno que le quedaba por hacer en el mundo.
Yo me siento igual que aquel día. Es injusto.
Hoy durante el desayuno, cuando me he enterado de la fatídica noticia de la muerte de Mario, no he podido dejar de llorar. Al principio de forma torpe, con la falta de costumbre de quien no quiere llorar cuando toca, y luego ya de forma desconsolada. Con una pena desgarradora, con la pena de pensar en todos los que, como yo, quedamos huérfanos, quedamos con decenas de cosas que compartir con Mario y que, ahora, tendremos que hacer solos. O entre nosotros. Entre todos los que hoy sentimos a Mario como algo mucho más que un amigo. Sé que cuando se me pase esta congoja lucharé por seguir con su legado como se hace con el legado de un padre que ha intentando criar y cuidad de todos sus hijos de la mejor forma posible. Sé que a cada nuevo proyecto que me arrime lo haré con su espíritu, con su energía y con sus ganas de cambiar el mundo y que su brillo en los ojos será el brillo de todos los que hemos tenido la suerte de conocerle.
«La suerte y lo inesperado son las piedras en el camino, tropiézate, no seas tan insensato de querer esquivarlas», Babia, julio 2023.
Adiós, amigo mío.